viernes, 2 de octubre de 2009

Pierre U. Labardieu, metereólogo


Nacido a finales del medioevo boliviano en el seno de una familia coya, Pierre Umberto Labardieu supo desde siempre que estaba llamado a descoyar y mezclarse con otras tribus del continente, aunque su prematura vocación de metereólogo habría de enemistarlo, ya de niño, con unos cuantos paraguas de la zona. Menor de cinco hermanos latinoamericanos, Pierre fue el único que consiguió abrirse paso hasta la Escuela Superior de Metereología del Altiplano a fuerza de machete; su parca compañera de banco, Conchita de Alpaca, inmortalizó a Pierre estudiante en una sentida composición escolar, describiéndolo como un “sutil guanaco”. Pierre volvió a su casa con el diploma de metereólogo bachiller y una confianza ciega en el cielo que se le abría a sus ojos, pero su madre, que siempre había tenido los pies en la tierra, le aconsejó que enrollara el título y le diera un uso más productivo.
Con veinte años cumplidos en la víspera y sin otra posesión material que una púa para charango, nuestro héroe se lanzó a los caminos en la esperanza de forjarse un honorable porvenir, pero muy pronto se vio obligado a abrazar la profesión de bandolero para poder llevarse algo más que tierra a la boca. Para justificarse, evocaba las palabras de su madre: “Yo a Pierre lo voy a apoyar siempre, aunque en su camino delinca.” Menos condescendiente fue la policía de Mato Grosso, que grosso modo lo capturó y más grosso modo aún lo sentenció a cuatro años de asaltos forzosos a una editorial so pena de muerte. Una vez restituido al almirantazgo de su existencia, Pierre desplegó velámenes y puso proa al nordeste brasileño; no había terminado de aclimatarse al calor de Bahía cuando se dio cuenta de que, en algún punto del viaje y à son insu, lo habían privado de golpe y porrazo del otoño, del invierno y de la primavera.
Más que el sol, lo encandilaron las garotas en fleurs que se paseaban por la playa; todas eran jóvenes y hermosas, como corresponde a muchachas que jamás cumplieron una primavera, ni en abril ni en octubre. Una tarde de lluvia como cualquier otra, dormía la mona que le había robado una banana la tarde anterior cuando Pierre vio salir del agua, estridente como una sirena, a una mujer escultural con cierto aire a Conchita de Alpaca. Fue hasta la orilla, puso los pies en polvorosa arena y barruntó approachimadamente estas palabras al oído de la garota:
— Disculpe, ¿no hace un poco de calor para escafandra?
— Sin parar mientes —le respondió ella—; abajo allá frío mucho hace. Estuviera arriba acá así ojalá.
Como no era políglota, no daba Pierre con bola, aunque enseguida comprendió que la muchacha, en vesre antiguo, le había querido decir que la consternaba más la calor de la playa que la frío de la mar. Labardieu tomó nota mental del suplicio de la mujer y se juramentó no escatimar esfuerzos meteorológicos para aliviarle el calvario.
— Te prometo que, antes de que terminen los doce meses de este verano, voy a hacer que conozcas lo que es chupar frío en una noche de invierno —le espetó de corrido.
Esa noche, abochornado por el calor de la luna y afectado por una inexplicable conjuntivitis, Pierre no pudo despegar un ojo. Durante milésimas de segundo que se le hicieron centésimas, soñó que él y la garota se esquiaban sobre médanos nevados. En el sueño la mujer vestía un anorak, y la profusión de ropa excitó tanto a Pierre que su malla atrajo a un desnutrido grupo de crustáceos. Despertó del agitado sueño convertido, pro gloria Abrahamis, en el primer circunciso de Latinoamérica, a tenazas de un rabínico cangrejo errante.
Al despertar, primera cosa en la mañana, se puso a urdir los planes metereológicos con los que haría tiritar el corazón de su amada. Porque el calor disuade al pensamiento, se pasó todo el día lucubrando bocetos para un saborizador de clavos. Recién al promediar la tarde siguiente se le ocurrió una idea con la que creyó haber dado en el tornillo: ofendería a la Pachamama para que ésta descargase su furia sobre Bahía en forma de tormenta de nieve.