viernes, 13 de noviembre de 2009
IX La internación (críptica de sine cua non)
sábado, 7 de noviembre de 2009
VIII (Elfride no se va)
lunes, 2 de noviembre de 2009
VII.
— Gracias, me salvaste la vida —dijo Pierre, con movido tono de voz por el susto y el esfuerzo físico.
— Nada fue no —le dijo la garota— peligroso después comer de nadar es.
— Lo sé… quiero decir: sé lo—dijo Pierre, en vesre antiguo, para congraciarse con la muchacha—. Mi madre tenía razón.
Quiso traducir esa última frase al idioma de la mujer, pero el hemisferio izquierdo del cerebro de Pierre fue incapaz de articular una frase en un idioma ajeno y seguir dirigiendo el pataleo de la pierna izquierda que mantenía el cuerpo a flote, y nuestro héroe se hundió en el silencio. Cuando volvió a emerger, intentó traducir la frase al idioma de señas, pero esta vez una ola acalló sus palabras. Pierre estudió la situación y concluyó que en altamar era casi imposible llevar un diálogo a buen puerto. “Voy a tener que remarla”, pensó, y acto seguido se acostó en posición de plancha, sentó a la garota sobre su vientre y, tomando los pieses de la mujer entre manos, comenzó a moverlos, hora adelante, hora atrás, cual si fueran remos. Al cabo de esas primeras dos horas de navegación, después de comprobar que la línea de flotación quedaba por debajo de la comisura de sus labios, Pierre se atrevió a abrir la boca.
— Ahora sí podemos hablar tranquilos.
— ¿A vamos dónde? Playa la otro el lado está.
— Ya lo sé —dijo Pierre, que no se atrevía a cambiar de idioma por temor a que sobreviniera algún otro infortunio—. Vamos a esa montaña blanca, ¿la ves?
— Veo sí la. ¿Es qué?
— No estoy seguro, pero creo que es una judía montaña errante, pariente del monte Sinaí, que va por los mares del mundo vendiendo cubos de hielo. A lo mejor podemos convencerla de que nos deje chupar un poco de frío gratis.
— Dudo lo —dijo la garota, cuya intuición femenina le indicaba que tenían menos probabilidades de sonsacarle frío gratis a Iceberg que de construir un equipo de aire acondicionado con hojas de palmera.
— Yo también la veo difícil —dijo Pierre—, pero no hay que perder la fe. Tenemos que aprender de la montaña: su fe judía la trajo hasta acá, y sin que se derritiera.
domingo, 18 de octubre de 2009
VI.
Pierre corrió hasta la orilla, se tiró de cabeza al agua y comenzó a nadar desenfrenadamente hacia Iceberg en estilo mariposa. Mientras braceaba, recordó que su madre siempre lo había prevenido contra los miembros de las perdidas tribus de Israel, con la misma severidad con que le prohibía nadar en el Titicaca después de cada comida, hasta no haber dejado pasar las dos horas de reloj de sol que, según ella, demoraba la digestión de la hoja de coca. Pierre nunca había entendido las razones del encono de su madre contra esas tribus que vivían tan lejos de su altiplano natal, despojados de su Pachamama cananea y adorando un Dios que vivía en el cielo, pero juzgó que algo habrían hecho para que su madre hablara de ellos de esa manera. Así, sumergido en silogismos y premisas antisemitas, Pierre seguía pataleando, braceando y respirando por la boca entre olas de agua salada y de calor, sin darse cuenta de que Iceberg lo observaba atentamente desde el horizonte con mirada glacial, la cresta de hielo curvada en forma de nariz aguileña, frío como un témpano.
A mitad de océano, tal como su madre lo había profetizado, a Pierre le agarró un calambre en la parte baja de la columna que lo dejó ano nadado. Atribuirle a Iceberg la culpa de su infortunio y juramentarse colaborar con la Santa Inquisición ni bien desembarcara ésta en las costas de Suramérica fue, para Pierre, todo uno. Los calambres se sucedían a ritmo cartilaginoso y Pierre comprendió con suma perspicacia que su vida corría peligro de veras. Los recuerdos de sus veinte años de vida fluyeron entonces a su mente: vio sus tempranas pendencias con las tribus paraguas, volvió a oler la fragancia de la piel de su compañera de banco Conchita de Alpaca, volvió a oír a su madre despotricar contra la prole de Abraham sin sospechar que su hijo, al cabo de unos años, sería él mismo un circunciso. Por último, vio aparecer otra vez ante sus ojos a la amada garota que acudía a su rescate como la Pachamama la había traído al mundo, apenas cubierta con la escafandra y un taparrabos.
— Veinte años no es nada —dijo Pierre en su delirio.
La garota no le respondió. Simplemente se quitó el taparrabos y lo colocó sobre el ano nadado de Pierre. Casi enseguida, como por arte de magia, los calambres comenzaron a aflojar, y al cabo de unos minutos se habían disipado del todo.
viernes, 16 de octubre de 2009
V.
Con el sopor que sobrevino a la ingesta, Pierre descubrió dos cosas en su provecho: una pequeña espina que había quedado trabada en su paladar, y un recurrente aliento a pescado que con cada nuevo hálito reavivaba el otro hambre que todavía nunca había satisfecho, y que lo llevaba a pensar con desmesura en la garota, en Conchita de Alpaca, incluso en la mismísima mona con la que ahora compartía la mesa. La mona debió de haber notado que Pierre la observaba con cariño excesivo, porque, ni bien terminó de dar cuenta de su ración de bagre, se subió a la palmera y si te he visto no me acuerdo.
“Mono que comió, trepó”, anotó Pierre en el tronco de la palmera antes de irse a dormir, probablemente un poco más turbado que de costumbre. Lo cierto es que a medianoche lo despertó una súbita, inopinada, imposible ráfaga de aire frío proveniente del mar. Lo primero que pensó fue que estaba soñando; después se le ocurrió que tal vez
Cuando despertó, al cabo de otros cuantos minutos de sueño, la mona estaba allí, inquieta por el inusual frescor que persistía. Pierre se llevó una mano al chichón y notó que rivalizaba en tamaño con el coco que lo había engendrado. Estaba furioso. Caliente y todo, sin embargo, podía percibir con nitidez la brisa fría contra su cuerpo. Miró hacia el mar y le pareció que la luna se reflejaba de manera extraña en el horizonte. Aguzó la vista para ver mejor y entonces no quiso dar crédito a sus ojos, porque en más de una oportunidad lo habían estafado anteriormente: en el horizonte, en pleno océano tropical, flotaba a la deriva un enorme témpano de hielo. Pierre no tenía manera de saber que se llamaba Iceberg, porque en el altiplano de Bolivia no era muy común avistar témpanos, mucho menos témpanos judíos.
jueves, 15 de octubre de 2009
IV.
La mona hizo mutis por el morro y Pierre quedó a solas con el sol y el desvarío. Las afiebradas alucinaciones que desfilaban por su mente no hacían más que recrudecer a cada rato, porque llevaba él horas y horas sin probar más bocado que los yuyos. Tanta hambre llegó a tener Pierre a la sazón que, de haberla podido sazonar con un poco de sal marina, se habría comido su propia cabeza con alucinaciones y todo, sin importarle lo crudas que estaban. De pronto, en plena tormenta de despropósitos, lo alcanzó una verdad que previamente había tenido que luchar cuerpo a cuerpo con un ejército de dislates para abrirse paso en su cerebro. “En boca cerrada no entran peces”, pensó Pierre en voz alta, y sin cejar, pestañear ni cerrar la boca, se zambulló de cabeza en el mar para procurarse el sustento.
A las pocas brazadas casi se ahoga. La sal que le entró por la boca, los ojos, la nariz, y otro par de recónditos orificios no hizo más que agregarle un nuevo condimento a su locura. Ahora sentía que el hambre lo carcomía tanto por dentro como por fuera. “Cómo me pica el bagre”, pensó Pierre e instintivamente se llevó una mano al vientre, nomás para descubrir que, efectivamente, lo acababa de picar un tremendo bagre que resistía el embate de las olas aferrado con escamas y dientes a su panza.
Principió entonces un feroz combate en la arena del mar. Pierre, boliviano, se sentía en el océano tan perdido como pez de agua dulce, y por eso la pelea resultó pareja. Finalmente, después de largos segundos de lucha, Pierre tomó el pez por las branquias, lo alzó hasta arrancarlo del agua y dejó que el aire lo convirtiera en pescado.
Apenas unos minutos más tarde, Pierre se relamía ante el espectáculo del bagre asándose a los rayos del sol, en el improvisado espeto corrido que había construido debajo de una palmera. Para mantener a raya a la mona, en caso de que asomara el hocico para intentar birlarle la comida, Pierre decidió construir también un pequeño arsenal de bombitas de arena; no había terminado de incrustar la ojiva de caracoles a la cuarta de ellas cuando vio aparecer a lo lejos el perfil de la rival.
La mona, que no tenía un pelo de humano, era muy buena para las imitaciones y aparentemente había leído un ejemplar de la Biblia para los simios, se acercó hasta el espeto corrido con cara de mosquita muerta y, a cambio de un trozo de manjar, le ofreció a Pierre su primogenitura.
Pierre aceptó porque se sabía sin fuerzas para arrojar la primera bomba, y de esta manera, después de compartir el banquete, se convirtió en el primer ser humano en ser antepasado de los homínidos.
martes, 13 de octubre de 2009
III.
El desplante la garota sumió a Pierre en una profunda depresión. Recién a la tarde, después de rumiar oscuros pensamientos mezclados con unos yuyos que resultaron ser alucinógenos, Pierre se dio cuenta de que no estaba en una depresión, como había creído, sino en una leve hondonada entre dos médanos. Para entonces ya había tocado fondo dos veces sin éxito en busca de la muchacha, y regresado una vez más a la hondonada, pasas de uvas entre las patas, a masticar el fracaso y otro poco más de yuyos. A sus espaldas, desde la cima de uno de los médanos, la mona lo escuchaba escurrir y discurrir ininteligiblemente sobre su amor por la garota, media banana en mano, con la clarividencia de un futuro psicoanalista.
— ¿Por qué habré tenido que empeñar mi palabra? —se lamentaba Pierre en voz alta. La palabra (como parecía saber la primate, a juzgar por la sonrisa de deleite que se había dibujado en su rostro), era la única posesión material que le quedaba a Pierre en este mundo, después de haberse comido la púa para charango.)— ¿Cómo haré ahora para conjurar el frío en este trópico y que la chica me quiera?
— Eso es problema suyo. Dejamos… —creyó escuchar Pierre que decía una voz clara y argentina a sus espaldas.
Se incorporó y buscó con la vista al responsable de aquella lacánica frase inhumana, pero allí no había más que un homínido incapaz de tamañas crueldades. La animal lo observaba desde lo alto con cara de Pierre, consciente (a Pierre le pareció que también feliz) de no ser ella la que ahora se sentía más para la mona.