domingo, 18 de octubre de 2009

VI.


Pierre corrió hasta la orilla, se tiró de cabeza al agua y comenzó a nadar desenfrenadamente hacia Iceberg en estilo mariposa. Mientras braceaba, recordó que su madre siempre lo había prevenido contra los miembros de las perdidas tribus de Israel, con la misma severidad con que le prohibía nadar en el Titicaca después de cada comida, hasta no haber dejado pasar las dos horas de reloj de sol que, según ella, demoraba la digestión de la hoja de coca. Pierre nunca había entendido las razones del encono de su madre contra esas tribus que vivían tan lejos de su altiplano natal, despojados de su Pachamama cananea y adorando un Dios que vivía en el cielo, pero juzgó que algo habrían hecho para que su madre hablara de ellos de esa manera. Así, sumergido en silogismos y premisas antisemitas, Pierre seguía pataleando, braceando y respirando por la boca entre olas de agua salada y de calor, sin darse cuenta de que Iceberg lo observaba atentamente desde el horizonte con mirada glacial, la cresta de hielo curvada en forma de nariz aguileña, frío como un témpano.
A mitad de océano, tal como su madre lo había profetizado, a Pierre le agarró un calambre en la parte baja de la columna que lo dejó ano nadado. Atribuirle a Iceberg la culpa de su infortunio y juramentarse colaborar con la Santa Inquisición ni bien desembarcara ésta en las costas de Suramérica fue, para Pierre, todo uno. Los calambres se sucedían a ritmo cartilaginoso y Pierre comprendió con suma perspicacia que su vida corría peligro de veras. Los recuerdos de sus veinte años de vida fluyeron entonces a su mente: vio sus tempranas pendencias con las tribus paraguas, volvió a oler la fragancia de la piel de su compañera de banco Conchita de Alpaca, volvió a oír a su madre despotricar contra la prole de Abraham sin sospechar que su hijo, al cabo de unos años, sería él mismo un circunciso. Por último, vio aparecer otra vez ante sus ojos a la amada garota que acudía a su rescate como la Pachamama la había traído al mundo, apenas cubierta con la escafandra y un taparrabos.
— Veinte años no es nada —dijo Pierre en su delirio.
La garota no le respondió. Simplemente se quitó el taparrabos y lo colocó sobre el ano nadado de Pierre. Casi enseguida, como por arte de magia, los calambres comenzaron a aflojar, y al cabo de unos minutos se habían disipado del todo.

viernes, 16 de octubre de 2009

V.


Con el sopor que sobrevino a la ingesta, Pierre descubrió dos cosas en su provecho: una pequeña espina que había quedado trabada en su paladar, y un recurrente aliento a pescado que con cada nuevo hálito reavivaba el otro hambre que todavía nunca había satisfecho, y que lo llevaba a pensar con desmesura en la garota, en Conchita de Alpaca, incluso en la mismísima mona con la que ahora compartía la mesa. La mona debió de haber notado que Pierre la observaba con cariño excesivo, porque, ni bien terminó de dar cuenta de su ración de bagre, se subió a la palmera y si te he visto no me acuerdo.

Mono que comió, trepó”, anotó Pierre en el tronco de la palmera antes de irse a dormir, probablemente un poco más turbado que de costumbre. Lo cierto es que a medianoche lo despertó una súbita, inopinada, imposible ráfaga de aire frío proveniente del mar. Lo primero que pensó fue que estaba soñando; después se le ocurrió que tal vez la Pachamama finalmente estaba acusando recibo de su afrenta, y se disponía a descargar un temporal sobre el nordeste brasileño; por último dejó de pensar, porque justo en ese momento caía de maduro un coco sobre su cabeza.

Cuando despertó, al cabo de otros cuantos minutos de sueño, la mona estaba allí, inquieta por el inusual frescor que persistía. Pierre se llevó una mano al chichón y notó que rivalizaba en tamaño con el coco que lo había engendrado. Estaba furioso. Caliente y todo, sin embargo, podía percibir con nitidez la brisa fría contra su cuerpo. Miró hacia el mar y le pareció que la luna se reflejaba de manera extraña en el horizonte. Aguzó la vista para ver mejor y entonces no quiso dar crédito a sus ojos, porque en más de una oportunidad lo habían estafado anteriormente: en el horizonte, en pleno océano tropical, flotaba a la deriva un enorme témpano de hielo. Pierre no tenía manera de saber que se llamaba Iceberg, porque en el altiplano de Bolivia no era muy común avistar témpanos, mucho menos témpanos judíos.

jueves, 15 de octubre de 2009

IV.


La mona hizo mutis por el morro y Pierre quedó a solas con el sol y el desvarío. Las afiebradas alucinaciones que desfilaban por su mente no hacían más que recrudecer a cada rato, porque llevaba él horas y horas sin probar más bocado que los yuyos. Tanta hambre llegó a tener Pierre a la sazón que, de haberla podido sazonar con un poco de sal marina, se habría comido su propia cabeza con alucinaciones y todo, sin importarle lo crudas que estaban. De pronto, en plena tormenta de despropósitos, lo alcanzó una verdad que previamente había tenido que luchar cuerpo a cuerpo con un ejército de dislates para abrirse paso en su cerebro. “En boca cerrada no entran peces”, pensó Pierre en voz alta, y sin cejar, pestañear ni cerrar la boca, se zambulló de cabeza en el mar para procurarse el sustento.
A las pocas brazadas casi se ahoga. La sal que le entró por la boca, los ojos, la nariz, y otro par de recónditos orificios no hizo más que agregarle un nuevo condimento a su locura. Ahora sentía que el hambre lo carcomía tanto por dentro como por fuera. “Cómo me pica el bagre”, pensó Pierre e instintivamente se llevó una mano al vientre, nomás para descubrir que, efectivamente, lo acababa de picar un tremendo bagre que resistía el embate de las olas aferrado con escamas y dientes a su panza.
Principió entonces un feroz combate en la arena del mar. Pierre, boliviano, se sentía en el océano tan perdido como pez de agua dulce, y por eso la pelea resultó pareja. Finalmente, después de largos segundos de lucha, Pierre tomó el pez por las branquias, lo alzó hasta arrancarlo del agua y dejó que el aire lo convirtiera en pescado.
Apenas unos minutos más tarde, Pierre se relamía ante el espectáculo del bagre asándose a los rayos del sol, en el improvisado espeto corrido que había construido debajo de una palmera. Para mantener a raya a la mona, en caso de que asomara el hocico para intentar birlarle la comida, Pierre decidió construir también un pequeño arsenal de bombitas de arena; no había terminado de incrustar la ojiva de caracoles a la cuarta de ellas cuando vio aparecer a lo lejos el perfil de la rival.
La mona, que no tenía un pelo de humano, era muy buena para las imitaciones y aparentemente había leído un ejemplar de la Biblia para los simios, se acercó hasta el espeto corrido con cara de mosquita muerta y, a cambio de un trozo de manjar, le ofreció a Pierre su primogenitura.
Pierre aceptó porque se sabía sin fuerzas para arrojar la primera bomba, y de esta manera, después de compartir el banquete, se convirtió en el primer ser humano en ser antepasado de los homínidos.

martes, 13 de octubre de 2009

III.


El desplante la garota sumió a Pierre en una profunda depresión. Recién a la tarde, después de rumiar oscuros pensamientos mezclados con unos yuyos que resultaron ser alucinógenos, Pierre se dio cuenta de que no estaba en una depresión, como había creído, sino en una leve hondonada entre dos médanos. Para entonces ya había tocado fondo dos veces sin éxito en busca de la muchacha, y regresado una vez más a la hondonada, pasas de uvas entre las patas, a masticar el fracaso y otro poco más de yuyos. A sus espaldas, desde la cima de uno de los médanos, la mona lo escuchaba escurrir y discurrir ininteligiblemente sobre su amor por la garota, media banana en mano, con la clarividencia de un futuro psicoanalista.
— ¿Por qué habré tenido que empeñar mi palabra? —se lamentaba Pierre en voz alta. La palabra (como parecía saber la primate, a juzgar por la sonrisa de deleite que se había dibujado en su rostro), era la única posesión material que le quedaba a Pierre en este mundo, después de haberse comido la púa para charango.)— ¿Cómo haré ahora para conjurar el frío en este trópico y que la chica me quiera?
— Eso es problema suyo. Dejamos… —creyó escuchar Pierre que decía una voz clara y argentina a sus espaldas.
Se incorporó y buscó con la vista al responsable de aquella lacánica frase inhumana, pero allí no había más que un homínido incapaz de tamañas crueldades. La animal lo observaba desde lo alto con cara de Pierre, consciente (a Pierre le pareció que también feliz) de no ser ella la que ahora se sentía más para la mona.

jueves, 8 de octubre de 2009

II.


Ni cerdo ni perezoso, Pierre acometió esa misma tarde una enconada diatriba contra la Pachamama. La reputó estéril y de mal humus, le endilgó la culpa de que los cocos no doblaran en su caída libre desde la palmera hasta el suelo, llegó al extremo de referirse a ella como la Puchamama. Por último, para asegurarse su cólera, no trepidó en contaminar la tinta de su pluma con un bacilo de la enfermedad que vacacionaba en un granito de arena. Estos son algunos pasajes de la afrenta, descontados los impuestos y la tasa de embarque:

Oh, Puchamama, la que anda todo el día arrastrada por el suelo,

a quien todo el mundo pisotea y entierra la batata.

Si de veras quieres que te repute una diosa hazme entonces un favor,

cambia ya esa cara de mal humus y deja de vestir siempre de negro,

y, aunque más no sea por quince minutos en la vida,

haz que nieve el cielo y deje de hacer calor

desde Bahía hasta Rio de Janeiro.

Pierre observó con orgullo la obra terminada y le estampó la firma diciéndose para sus adentros: U. Labardieu.

Cayó la noche sin hacer ruido y Pierre solo quería comer algo y tirarse a dormir, pero sus planes resultaron infructuosos: la mona volvió a robarle la banana y el calor, que apretaba más que zunga para niños, lo obligaba constantemente a meterse en el agua. Precisamente durante uno de esos chapuzones, mientras practicaba la plancha nocturna (desnudo, para comprobar si los mariscos eran o no afrodisíacos), Pierre vio surgir de nuevo de entre las olas a la garota de la escafandra. Se puso tan nervioso que casi se lleva puesto un banco de arena.

Calor todavía mucho hace —le dijo la muchacha.

Pierre no supo qué responder. Amén de que las palabras de la garota entrañaban una acusación, para un egresado de la Escuela Superior de Altos Estudios Metereológicos como él no había nada más difícil que hablar del estado del tiempo así a la ligera, como quien oye llover. Además, para colmo de dimes y diretes, todos los esfuerzos de Pierre estaban consagrados a la tarea de ocultar con ambas manos la circuncisión y aledaños. La mujer, en cambio, que se habría acalorado de solo entrever el futuro bikini, parecia no entender el significado de la palabra pudor.

¿Nadas manos sin las, por?

Estoy practicando la formación de la barrera —mintió Pierre turbado, e hizo la vista gorda para no ver la silueta de la mujer.

Así y todo, a pesar de los recaudos, Pierre no cabía en sí de la excitación, y el asunto amenazaba con írsele de las manos. Se hizo un silencio incómodo que duró como dos horas. Tête-a-tetê permanecieron Pierre y la garota sin decir palabra, hasta que en un momento dado y cubilete comenzaron a volverse imprescindibles para matar el tiempo. Por suerte los primeros rayos de sol irrumpían ya en el Levante, dándole a Pierre un nuevo tema de conversación.

Amanece que no es poco, ¿has visto? — dijo y señaló el cielo sin mover las manos.

La garota reculó aspaventada y desanduvo sus pasos hacia las profundidades; Pierre, por su parte, quedó sumergido en un océano de dudas, cavilaciones y desconcierto, aunque, a juzgar por su aspecto exterior, cualquiera habría dicho que aún seguía como bolas con manija.

viernes, 2 de octubre de 2009

Pierre U. Labardieu, metereólogo


Nacido a finales del medioevo boliviano en el seno de una familia coya, Pierre Umberto Labardieu supo desde siempre que estaba llamado a descoyar y mezclarse con otras tribus del continente, aunque su prematura vocación de metereólogo habría de enemistarlo, ya de niño, con unos cuantos paraguas de la zona. Menor de cinco hermanos latinoamericanos, Pierre fue el único que consiguió abrirse paso hasta la Escuela Superior de Metereología del Altiplano a fuerza de machete; su parca compañera de banco, Conchita de Alpaca, inmortalizó a Pierre estudiante en una sentida composición escolar, describiéndolo como un “sutil guanaco”. Pierre volvió a su casa con el diploma de metereólogo bachiller y una confianza ciega en el cielo que se le abría a sus ojos, pero su madre, que siempre había tenido los pies en la tierra, le aconsejó que enrollara el título y le diera un uso más productivo.
Con veinte años cumplidos en la víspera y sin otra posesión material que una púa para charango, nuestro héroe se lanzó a los caminos en la esperanza de forjarse un honorable porvenir, pero muy pronto se vio obligado a abrazar la profesión de bandolero para poder llevarse algo más que tierra a la boca. Para justificarse, evocaba las palabras de su madre: “Yo a Pierre lo voy a apoyar siempre, aunque en su camino delinca.” Menos condescendiente fue la policía de Mato Grosso, que grosso modo lo capturó y más grosso modo aún lo sentenció a cuatro años de asaltos forzosos a una editorial so pena de muerte. Una vez restituido al almirantazgo de su existencia, Pierre desplegó velámenes y puso proa al nordeste brasileño; no había terminado de aclimatarse al calor de Bahía cuando se dio cuenta de que, en algún punto del viaje y à son insu, lo habían privado de golpe y porrazo del otoño, del invierno y de la primavera.
Más que el sol, lo encandilaron las garotas en fleurs que se paseaban por la playa; todas eran jóvenes y hermosas, como corresponde a muchachas que jamás cumplieron una primavera, ni en abril ni en octubre. Una tarde de lluvia como cualquier otra, dormía la mona que le había robado una banana la tarde anterior cuando Pierre vio salir del agua, estridente como una sirena, a una mujer escultural con cierto aire a Conchita de Alpaca. Fue hasta la orilla, puso los pies en polvorosa arena y barruntó approachimadamente estas palabras al oído de la garota:
— Disculpe, ¿no hace un poco de calor para escafandra?
— Sin parar mientes —le respondió ella—; abajo allá frío mucho hace. Estuviera arriba acá así ojalá.
Como no era políglota, no daba Pierre con bola, aunque enseguida comprendió que la muchacha, en vesre antiguo, le había querido decir que la consternaba más la calor de la playa que la frío de la mar. Labardieu tomó nota mental del suplicio de la mujer y se juramentó no escatimar esfuerzos meteorológicos para aliviarle el calvario.
— Te prometo que, antes de que terminen los doce meses de este verano, voy a hacer que conozcas lo que es chupar frío en una noche de invierno —le espetó de corrido.
Esa noche, abochornado por el calor de la luna y afectado por una inexplicable conjuntivitis, Pierre no pudo despegar un ojo. Durante milésimas de segundo que se le hicieron centésimas, soñó que él y la garota se esquiaban sobre médanos nevados. En el sueño la mujer vestía un anorak, y la profusión de ropa excitó tanto a Pierre que su malla atrajo a un desnutrido grupo de crustáceos. Despertó del agitado sueño convertido, pro gloria Abrahamis, en el primer circunciso de Latinoamérica, a tenazas de un rabínico cangrejo errante.
Al despertar, primera cosa en la mañana, se puso a urdir los planes metereológicos con los que haría tiritar el corazón de su amada. Porque el calor disuade al pensamiento, se pasó todo el día lucubrando bocetos para un saborizador de clavos. Recién al promediar la tarde siguiente se le ocurrió una idea con la que creyó haber dado en el tornillo: ofendería a la Pachamama para que ésta descargase su furia sobre Bahía en forma de tormenta de nieve.