viernes, 16 de octubre de 2009

V.


Con el sopor que sobrevino a la ingesta, Pierre descubrió dos cosas en su provecho: una pequeña espina que había quedado trabada en su paladar, y un recurrente aliento a pescado que con cada nuevo hálito reavivaba el otro hambre que todavía nunca había satisfecho, y que lo llevaba a pensar con desmesura en la garota, en Conchita de Alpaca, incluso en la mismísima mona con la que ahora compartía la mesa. La mona debió de haber notado que Pierre la observaba con cariño excesivo, porque, ni bien terminó de dar cuenta de su ración de bagre, se subió a la palmera y si te he visto no me acuerdo.

Mono que comió, trepó”, anotó Pierre en el tronco de la palmera antes de irse a dormir, probablemente un poco más turbado que de costumbre. Lo cierto es que a medianoche lo despertó una súbita, inopinada, imposible ráfaga de aire frío proveniente del mar. Lo primero que pensó fue que estaba soñando; después se le ocurrió que tal vez la Pachamama finalmente estaba acusando recibo de su afrenta, y se disponía a descargar un temporal sobre el nordeste brasileño; por último dejó de pensar, porque justo en ese momento caía de maduro un coco sobre su cabeza.

Cuando despertó, al cabo de otros cuantos minutos de sueño, la mona estaba allí, inquieta por el inusual frescor que persistía. Pierre se llevó una mano al chichón y notó que rivalizaba en tamaño con el coco que lo había engendrado. Estaba furioso. Caliente y todo, sin embargo, podía percibir con nitidez la brisa fría contra su cuerpo. Miró hacia el mar y le pareció que la luna se reflejaba de manera extraña en el horizonte. Aguzó la vista para ver mejor y entonces no quiso dar crédito a sus ojos, porque en más de una oportunidad lo habían estafado anteriormente: en el horizonte, en pleno océano tropical, flotaba a la deriva un enorme témpano de hielo. Pierre no tenía manera de saber que se llamaba Iceberg, porque en el altiplano de Bolivia no era muy común avistar témpanos, mucho menos témpanos judíos.

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